La verdad más incómoda: cambio climático y supremacía blanca

Esta es la primera parte de la serie ‘Desastres artificiales’, un conjunto de cuatro artículos que examinan y revelan la relación entre el colapso climático del planeta y la supremacía blanca, las raíces de las calamidades medioambientales en los hábitos de consumo de las personas más privilegiadas, la industria del turismo de desastres y las repercusiones que estos tienen en la población más desfavorecida.

“Esto no es un gran huracán. Es un día más en Luisiana”, repetía Bill Nye en la CNN mientras las inundaciones anegaban más de 60 000 hogares y se cobraban la vida de 13 personas el pasado verano de 2016, el más caluroso hasta aquel entonces. El periodista de la CNN que lo entrevistaba seguía intentando desviar la conversación sobre el cambio climático y encaminarla hacia la desafortunada topografía de Luisiana, Estados Unidos, como una forma sutil y corriente de negar el cambio climático. Aunque sea necesario hablar de las maneras en que el calentamiento global aumenta el riesgo de catátrofes naturales, también debemos hacer frente a lo que convierte ese riesgo en desastres a gran escala: el racismo. Curiosamente, la población que vive en áreas propensas a sufrir catástrofes son personas racializadas y parece que los movimientos ecologistas y de conservación medioambiental occidentales, blancos en su mayoría, no quieren abordar esta realidad, lo que revela hasta qué punto estos movimientos se asientan en el marco del colonialismo que puso en peligro a la Tierra y a sus gentes en primer lugar. El cambio climático ya no es una cuestión de “si” o “cuándo” ocurrirá. Los glaciares se están derritiendo, las mareas están subiendo y Estados Unidos está en transición ha pasado por una administración claramente supremacista blanca cuya Agencia de Protección Medioambiental estaba hasta hace muy poco dirigida por un hombre que rechazaba los principios más básicos de la ciencia. Si queremos proteger lo más sagrado y prepararnos para lo peor, debemos analizar los efectos medioambientales de la supremacía blanca.

No existe un indicador más claro de qué vidas le importan a una sociedad que la manera en la que trata a su población después de una gran tormenta. A pesar de que el racismo medioambiental suela definirse como la exposición a condiciones medioambientales peligrosas como consecuencia de la discriminación estructural del espacio, es oportuno incidir en el efecto dominó de los factores que hacen que las regiones costeras habitadas en su mayoría por personas no blancas queden a merced de los peligros exacerbados por el calentamiento global. Peligros tales como la sobreexplotación pesquera comercial, la extracción de recursos naturales, la destrucción de las barreras naturales de la costa y el abandono de infraestructuras afectan a lugares como la costa del Golfo, Haití y Ecuador, todos ellos devastados por “desastres naturales” durante el año 2015.

La clave para lograr un futuro sostenible ha estado presente durante siglos y empieza por los pescadores y su profunda relación con la tierra. Esa relación queda amenazada cuando las comunidades costeras, cuya supervivencia está ligada a la pesca a pequeña escala, ven su economía diezmada por las industrias invasivas como la pesca comercial y la extracción de petróleo, sin tener en cuenta el impacto medioambiental a largo plazo y ni siquiera los efectos sociales a corto plazo. Esto no solo crea una mano de obra barata y dependiente de las grandes corporaciones (y, a menudo, ilegales), exponiendo a los trabajadores a unas condiciones peligrosas, sino que también afecta al vínculo de la comunidad con la tierra y sus animales. La sobreexplotación pesquera comercial desestabiliza los ecosistemas marinos, amenaza la seguridad alimentaria de las comunidades que de ellos dependen y deja a estas comunidades indefensas desde un punto de vista medioambiental frente a los estragos del calentamiento global.

El cambio climático ya no es una cuestión de “si” o “cuándo” ocurrirá. […] Si queremos proteger lo más sagrado y prepararnos para lo peor, debemos analizar los efectos medioambientales de la supremacía blanca.

Antonia Juhasz, analista estadounidense especializada en el petróleo y la energía, señala en su libro Black Tide: The Devastating Impact of the Gulf Oil Spill (“Marea negra: el devastador impacto del vertido de petróleo en el Golfo de México”) que las décadas de abusos por parte de la industria petrolífera sobre la economía costera y sus alrededores han sido uno de los principales factores que han contribuido a inundaciones como las que asolaron Luisiana y Texas el verano de 2016. En sus propias palabras para On Democracy Now!: “La ausencia de las marismas, devoradas por el petróleo, y la ausencia del litoral, carcomido por la sal que ha llegado por los canales construidos para los oleoductos y otras infraestructuras de petróleo y gas han hecho desaparecer la costa, así que las inundaciones sencillamente llegan y arrasan las comunidades”. El gobierno de Obama retiró su propuesta de permitir la venta de derechos de extracción de gas y petróleo en el Ártico y el Atlántico hasta el año 2011, lo que provocó la ira de los conservadores y los elogios de los liberales, sobre todo de los ecologistas blancos, que parecen estar de acuerdo con la propuesta de permitir hasta 10 ventas de derechos de extracción en el Golfo de México. “El plan concentra la venta de derechos de explotación en los mejores lugares (aquellos con un mayor potencial de recursos, menos conflictos y una infraestructura establecida) y elimina las regiones que simplemente no son adecuadas para su explotación”, declaró la por aquel entonces secretaria de Interior de EE. UU. Sally Jewell en un comunicado sobre la venta. Del mismo modo que en la lucha continua por el agua en Standing Rock, donde el oleoducto Dakota Access se desvió a través del territorio siux para evitar que la ciudad de Bismarck, cuya población es blanca en su mayoría, sufriera sus posibles consecuencias, queda patente que el valor de un lugar se mide por la raza de sus habitantes. Juhasz añadió: “Lo que los residentes del Golfo están diciendo es que no quieren seguir siendo la zona de sacrificio de los Estados Unidos”.

No olvidemos que el gobierno de Bush mostró un racismo medioambiental flagrante cuando recortó los fondos para mejorar los diques y los sistemas de bombeo de Nueva Orleans durante los años anteriores al Katrina, a sabiendas de que podía haber huracanes catastróficos. Teniendo en cuenta los efectos continuos del vertido de petróleo de la plataforma Deepwater Horizon en el año 2010, cuando 4,9 millones de barriles (o más de 757 millones de litros) de petróleo de BP se vertieron al ecosistema del Golfo y la licitación pública del Departamento de Interior de EE. UU. de más de 97 000 kilómetros cuadrados del Golfo para la explotación de petróleo y gas que se celebró en el estadio Superdome precisamente apenas unos días después de las inundaciones de agosto de 2005, podemos vaticinar que el futuro de la tragedia provocada por el clima en el Golfo solo puede ir a peor. “Así que si alguna vez te has preguntado cuáles son los efectos reales del calentamiento global”, escribió Max Plenke en Mic.com, “pregúntale a alguien de Luisiana. Te lo contará con pelos y señales”.

En todo caso, las condiciones de vida de muchas personas racializadas en las regiones costeras de todo el mundo se están equiparando a las de Estados Unidos, aunque nunca se señalará lo suficiente su papel en la crisis climática global actual. Al mismo tiempo que la CNN mostraba imágenes día y noche de Florida durante el huracán Matthew en octubre de 2016, Haití sufría un virulento ataque por todos los flancos, sobre todo en su parte occidental, y cerca de 1,4 millones de personas resultaron afectadas por el desastre ecosocial que desencadenó. La típica narrativa ecologista blanca y occidental culpa a la población haitiana por contribuir a la desertificación en curso de su país mediante la tala de árboles que fomenta el comercio ilegal de carbón vegetal, lo que dejó a la tierra indefensa ante los fuertes vientos e inundaciones del ciclón tropical. Este es un chivo expiatorio ideal que sirve para esconder bajo la alfombra el historial de deforestación masiva de Haití por los franceses (y otros) antes y después del colonialismo.

Cuando los franceses llegaron en el siglo XVII arruinaron la tierra (resulta que las plantaciones con esclavos son una porquería para la tierra) y talaron árboles para obtener madera, combustible y azúcar. La destrucción fue tal que el rey Luis XIV tuvo que decretar una ordenanza prohibiendo la tala de árboles. Pero la deforestación empeoró aún más cuando Francia extorsionó a Haití en busca de las llamadas “reparaciones” después de la revolución de 1804, que pagaron con la tala de caoba para las exportaciones francesas, antes de ponerla a la venta a empresas externas durante el resto del siglo XIX. A fin de impulsar el esfuerzo bélico en la década de 1940, un banco estadounidense prestó a Haití 5 millones de dólares para expulsar a miles de habitantes de zonas rurales, derribar sus hogares y talar más de 200 kilómetros cuadrados de tierra para crear un monocultivo de árboles de caucho para la exportación. En los años 60 Duvalier tomó el poder y su régimen fue apoyado por Estados Unidos. Cuando la masa forestal quedó arrasada para vigilar más facilmente los terrenos de los insurgentes, los precios del café a nivel mundial se desplomaron y los agricultores empezaron a talar árboles para el comercio de carbón vegetal. Al terminar la dictadura en los años 80, el comercio ilegal experimentó un verdadero auge y se abrió la veda para talar bosques que anteriormente habían sido protegidos. Así que dejemos de regurgitar mensajes como que “Haití es el país más pobre del hemisferio occidental” (un hecho) y que “Haití tiene menos de un 2 % de masa forestal” (mentira). La lástima no se traduce en poder. Como dijo el ecologista político Paul Robbins, “la deforestación y la pobreza se correlacionan a nivel regional y nacional, pero como es obvio, la correlación no es un nexo causal. Los lugares pobres sufren pérdidas de masa forestal porque son explotados por lugares ricos”. El contexto histórico de las crisis actuales exige que esas regiones ricas rindan cuentas de sus actividades, y esto es decisivo si queremos luchar por la justicia medioambiental.

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Quizás haya que recordar a quienes defienden que “no es una cuestión de raza, sino de clase” que hubo un tiempo en el que se consideraba a las personas como propiedad por su raza y se las explotaba por su capital de la misma forma en que se explotaba la tierra que trabajaban. En la supremacía blanca capitalista no existe el respeto por la vida. Solo existe la centralidad de lo blanco, que considera que el valor económico de la mano de obra blanca es superior al de otras razas y que el impacto del capitalismo sobre la tierra es irrelevante. Pero todo esto hace que me cuestione la lógica de los colonizadores. Entiendo el capitalismo, pero si tu objetivo es el control a largo plazo… ¿No estarías a favor de la sostenibilidad medioambiental? Parece que no. Porque sabían que al final las personas racializadas pagarían el pato por las consecuencias medioambientales del colonialismo.

A pesar de que el imperialismo haya jugado un papel crucial en el actual empobrecimiento de Haití, quienes tratan de minimizar la complejidad de la situación (quienes, tanto de derechas como de izquierdas, se suman a la fetichización occidental de Haití como un infierno apocalíptico repleto de personas incapaces de comprender sus propios ecosistemas) suelen seguir la ruta del capitalismo de desastre que lleva por bandera la idea del salvador blanco que ofrece soluciones. La mayoría de iniciativas de reforestación llevadas a cabo por ONG, organismos de desarrollo, corporaciones, organizaciones benéficas y ecológicas en Haití y otros lugares similares han sido un fracaso. Cuando leo su lenguaje clínico y distante sobre la tierra o la simplificación excesiva de los problemas sociales simplemente para escandalizar me resulta claro que el elemento común de todos ellos es la ausencia de la comunidad local en los procesos de toma de decisiones. A la mierda la inclusividad. Si las personas cuyas tierras les fueron arrebatadas y las personas que fueron arrancadas de sus tierras no forman parte de la gestión económica de su propio entorno, las soluciones a sus luchas climáticas particulares no serán eficaces y no abordarán los problemas de raíz. Y cuando se trata de prepararse para los desastres de la población no blanca en una región costera, sobrevivir es una cuestión de conocer sus raíces.

Ecuador, el país con los manglares más altos del mundo, se convirtió en 1987 en el primer exportador mundial de langostinos. Desde entonces este sector en auge ha sido el responsable de hasta el 50 % de la destrucción de los manglares en todo el mundo, ya que el proceso requiere la creación de un monocultivo mediante la tala de los manglares para hacer sitio a los estanques en los que se vierten pesticidas, antibióticos y pienso para peces. Esta mezcla tóxica ha generado superparásitos que han hecho que la población local enferme y han infectado a los langostinos exportados. Según la MarineBio Conservation Society (Sociedad para la Conservación de la Vida Marina), la isla ecuatoriana de Muisne, devastada por el terremoto de magnitud 7,8 en abril de 2016, ha sufrido la destrucción de hasta el 90 % de sus manglares, un dato alarmante si se tiene en cuenta que los ecosistemas de manglares son imprescindibles para defenderse de los tsunamis y otras tormentas que se desencadenan sobre todo por terremotos. De hecho, un estudio de la Unión Internacional por la Conservación de la Naturaleza reveló que los manglares pueden absorber hasta el 90 % de la energía de una sola ola. Y se avecinan muchas tormentas.

Si queremos prepararnos para las embestidas del cambio climático es esencial realizar una investigación sobre los costes medioambientales de la supremacía blanca y, de manera específica, sobre la creación del Estado colonizador basado en el genocidio de los pueblos indígenas y en la esclavitud de la población africana y sus descendientes. Es más, la preparación ante las catástrofes no debería dejarse en manos del sector privado ni de ninguna entidad que despolitice la naturaleza de los desastres provocados por el clima, lo que privaría aún más a las comunidades de sus derechos según las jerarquías actuales. Al contrario, debería ser un trabajo socializado y participativo. Las iniciativas de restauración de manglares y bosques son totalmente indispensables, así que no podemos permitirnos el lujo de que sean exclusivas. Las comunidades costeras necesitan incentivos socioeconómicos para poder permanecer en sus tierras en vez de ser desplazadas a ciudades en las que las oportunidades escasean. Las personas racializadas deben seguir administrando sus tierras si queremos que éstas tengan un futuro. Siempre han sabido lo que es mejor para ellas.

Por: Bani Amor. Escritora genderqueer de viajes que explora las relaciones entre raza, localización y poder.

Fuente: Diario El Salto

Last modified: 27/04/2022

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