El largo camino del feminismo: dogmas y disensos

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Portada. Imagen de la multitudinaria manifestación del 8 de marzo en Bilbao./ Ecuador Etxea

En un momento de movilizaciones masivas a favor de los derechos de las mujeres, Paloma Uría Ríos pone encima de la mesa algunas dinámicas del feminismo mayoritario que la inquietan. Entre otras, el blindaje de las identidades de género, el abuso del castigo y de la censura y el estado de “pánico moral” que propagan lemas como ‘Nos están matando’.

El feminismo en España, tanto en su vertiente organizativa como en sus manifestaciones teóricas e ideológicas, reaparece y se manifiesta con fuerza a la muerte del dictador, y sus avances van paralelos con los avances de la democracia y, a veces, en vanguardia. Sus acciones unitarias son variadas y ocurren sobre todo en los primeros diez o quince años. Su efecto en la opinión pública es notorio aunque contradictorio: suscita por igual simpatías y apoyos o rechazos y desconfianzas. Sus logros son impactantes, tanto en lo que se refiere a la acción legislativa como a la penetración en el ámbito cultural y a la fuerza y confianza en sí mismas que confiere a las mujeres.

Si nos atenemos a los avances legislativos, en los primeros diez o quince años se alcanzan las reivindicaciones más sentidas, enriqueciendo de esta forma la naciente e imperfecta democracia: derechos civiles, derechos sexuales, igualdad formal…. Los avances sociales son también importantes y se manifiestan en el crecimiento del empleo, la irrupción imparable de las mujeres en los estudios superiores, su cada vez mayor presencia en la política y en bastantes ámbitos de la cultura. Pasados, sin embargo, estos primeros años de logros, llega la percepción de lo que se dio en llamar el techo de cristal en lo que se refiere a los avances económicos y sociales, y se ponen de manifiesto con crudeza algunas de las lacras que afectan a la vida de muchas mujeres: los malos tratos, las agresiones sexuales, la intolerancia ante lo que vulnere la norma heterosexual, la persistencia de la cultura machista, el paro y la precariedad laboral.

Por lo que se refiere a la influencia del feminismo sobre la opinión pública, los efectos han ido variando. Después de aquella primera época de impacto y, quizá, de sobresalto, vino una etapa de relativa aceptación que se manifestaba en las encuestas y en una cierta tranquilidad en la vida social, contrastada con la constante presencia en los medios de comunicación del goteo incesante de crímenes machistas que suscitaban una condena generalizada y una cierta sensación de impotencia ante la dificultad de ponerles fin.

La vertiente teórica del feminismo se ha caracterizado más por sus por sus diferencias y polémicas que por sus acuerdos¹. En estos últimos quince años, el Instituto de la Mujer y las organizaciones afines han llevado la iniciativa en el discurso feminista, sin que por ello hayan dejado de oírse voces diferentes procedentes de sectores feministas con menor influencia en la opinión pública. La movilización social feminista disminuyó, casi limitada a las protestas ante los asesinatos machistas. Pero hubo al menos tres hitos que manifestaban que algo se movía en la retaguardia. Uno de ellos fue la masiva asistencia a las Jornadas que organizó la Coordinadora de Organizaciones Feministas en Granada en diciembre del 2009 y en la que aparecieron nutridos grupos de chicas jóvenes con novedosos planteamientos. Otro fue la importante movilización contra el intento del gobierno del PP de cercenar la ley de interrupción voluntaria del embarazo, protagonizada por el Tren de la Libertad en enero del 2014, impulsada principalmente por organizaciones afines a PSOE pero con una nutrida asistencia femenina de todo tipo. El tercer hito se está produciendo ahora y parece que tiene un carácter internacional. Comienza con las manifestaciones contra las agresiones sexuales, con el movimiento #MeToo y tiene su eclosión con la impresionante movilización del 8 de marzo de 2018 y la huelga feminista. Todavía es pronto para valorar esta movilización y en qué medida puede modificar o rejuvenecer el discurso feminista.

El feminismo como objetivo y como ideología

En líneas generales podemos afirmar que los objetivos concretos más difundidos del feminismo hoy no suscitan grandes discrepancias; los lemas que se han aireado en la huelga feminista están básicamente asumidos por todas: igualdad salarial, reparto de los cuidados, erradicación del maltrato y de las agresiones y de los abusos sexuales. A estas se pueden unir otras reivindicaciones más minoritarias y polémicas: contra la norma heterosexual, por los derechos de los colectivos LGTBI y por los derechos de las trabajadoras del sexo. Sin embargo, el discurso que subyace o que se expresa abiertamente como discurso feminista mayoritario presenta determinados rasgos que suscitan algunas discrepancias, como las manifestadas ya en los orígenes del movimiento, y que hoy se unen a ciertos posicionamientos propios de una democracia en retroceso. No obstante, el reparo ante algunos de estos rasgos no invalida, en absoluto, lo positivo y liberador tiene el feminismo en la actualidad.

Los principales problemas se derivan de dos postulados característicos de algunas corrientes feministas: la confusión del plano estructural con el individual y la conversión del feminismo en un movimiento identitario, muy en la corriente de la actual deriva de los movimientos sociopolíticos.

Por lo que se refiere a la primera cuestión, hay una tendencia a desplazar las responsabilidades derivadas de una sociedad todavía marcadamente patriarcal hacia los individuos del género masculino. No es que no existan culpas, privilegios y complicidades individuales entre los hombres, pero ello no puede hacernos olvidar que tanto hombres como mujeres nos hemos educado, formado y hemos vivido en una sociedad en la que las mujeres hemos ocupado un papel determinado, habitualmente subordinado al género masculino. Precisamente por eso, el movimiento feminista, ya desde el siglo XIX, dirigió sus demandas principalmente a los gobiernos y a las instituciones para exigir cambios radicales en las leyes, normas y costumbres. Al mismo tiempo, el feminismo pretendía dirigirse a toda la sociedad para lograr cambios en la conciencia y en el comportamiento social, mediante la educación, la sensibilización y la difusión de sus justas demandas, de suerte que entre todos se pudiera alcanzar una sociedad más igualitaria, justa y libre. La lucha contra los individuos quedaba reducida a las denuncias de graves abusos perpetrados por personas concretas para las que se pedía la acción de la justicia.

En la medida en que se fueron aprobando leyes más justas e igualitarias para las mujeres, las instituciones y algunos grupos feministas a ellas vinculados tal vez creyeron haber hecho lo suficiente y desplazaron en parte su acción a culpabilizar a los individuos, pero no solo a los individuos concretos que incumplían las leyes o presentaban un comportamiento gravemente machista, sino al género masculino en su conjunto. No se trata ya solo de prevenir una agresión o reeducar a un probable machista, sino de dirigirse a todo el género masculino como posible y, quizá probable agresor, dominador o abusador de sus privilegios masculinos. El género masculino es culpable de machismo hasta que no demuestre su inocencia y buen comportamiento.

Paralelamente, el género femenino (“la mujer”) es, también por definición, la eterna víctima, siempre dominada, subyugada, maltratada y agredida, independientemente de su condición social, su estatus, profesión, etnia. Porque resulta que si una mujer es agredida o maltratada, lo somos todas las mujeres. Sin embargo, no hay razón para que las mujeres se sientan más horrorizadas cuando un hombre mata a su pareja que cuando un ultra, por ejemplo, mata a un mendigo, ni han de sentir más rechazo que el que sienta un varón que muestre su empatía y su repudio de la violencia. ¿Cómo se puede entrar en estas subjetividades, no ya personales, sino sociales?

A este victimismo contribuye la predisposición de ciertos sectores del feminismo a afirmar que toda discriminación es violencia. En un principio, en el feminismo se reservaba el término violencia para el dominio o el abuso ejercido mediante el uso de la fuerza física o psicológica, especialmente la ejercida en el acoso sexual, la violación o en el maltrato doméstico, porque si a todo llamamos violencia, ¿qué nombre reservamos para el maltrato físico o psicológico y la violencia sexual, dos de las lacras más graves que sufren todavía muchas mujeres en nuestra sociedad?

Proteccionismo que limita la autonomía personal

Para la mujer-víctima se reclaman constantemente leyes y disposiciones que la protejan y la defiendan, y aunque estas medidas sean necesarias, sin embargo se desconsidera la capacidad de autodeterminación de las mujeres, y no se tiene en cuenta la importancia de fortalecer la autonomía personal, como ocurre con la exigencia de denuncia y las órdenes automáticas de protección y alejamiento en los casos de maltrato, sin tener en cuenta las opiniones y deseos de las mujeres. La misma desconsideración de la capacidad de decidir se manifiesta cuando se considera que las prostitutas están siempre obligadas o forzadas, confundiendo deliberadamente la trata con la libre decisión, o cuando se decide que ninguna mujer en su sano “juicio femenino” se prestaría a una gestación subrogada.

Un movimiento identitario

Otro problema emana de tratar de construir un movimiento fuertemente identitario. El feminismo contemporáneo nace y se desarrolla en la que podríamos llamar etapa de transición entre la modernidad y la postmodernidad. Por una parte, las grandes luchas sociales interclasistas: del proletariado contra la burguesía; de los pobres contra los ricos, de los colonizados contra los colonizadores, y las grandes luchas ideológicas: del comunismo contra el capitalismo, de la democracia contra el nazismo y el fascismo, en las que los contendientes se veían atravesados por distintas identidades étnicas, nacionales, ideológicas y sexuales (o de género). Y por otra parte, las luchas identitarias: étnicas (black power), religiosas (islamismo), nacionales (los Balcanes)… En este contexto renace la lucha feminista.

En un primer momento, las mujeres que inician este movimiento probablemente no tenían un proyecto identitario claro; de hecho, la mayoría procedían de las luchas sociales y del campo de la izquierda. Pasado el tiempo, sin embargo, por la evolución de los contextos nacionales e internacionales o por la propia evolución interna del movimiento, al final se encontraron afirmando una identidad fuerte—la femenina—, frente a otra igualmente blindada—la identidad masculina—. Bien es cierto que a partir de los noventa el propio movimiento pone sobre la mesa las diferencias entre las mujeres (étnicas y de preferencia sexual, principalmente) y posteriormente se cuestiona el concepto de género y, por tanto, la identidad fuerte, pero estos cuestionamientos preocupan a sectores minoritarios, o quizá amplios pero menos visibles en el movimiento feminista organizado, el cual, en su perfil más conocido, sigue apareciendo como un movimiento de mujeres, de todas las mujeres, con una identidad de género claramente diferenciada, si no opuesta, al género masculino. Así, las explotaciones, los objetivos y los intereses son comunes a todas las mujeres. Por ejemplo, en las últimas movilizaciones se exigía poner fin a la brecha salarial y se ponían ejemplos de diferencias salariales entre directores de cine, presentadores de televisión, catedráticos de Universidad de ambos sexos…, desigualdades ciertas e injustificables, pero… ¿cómo relacionarlas con los 2,5 euros por hora que cobran las camareras de piso de los hoteles? ¿No tienen estas más que ver con los contratos precarios y abusivos de camareros, repartidores, peones de la construcción, a pesar de la innegable diferencia salarial por razón de género? Sobre todo si tenemos en cuenta el creciente proceso de acentuación de las desigualdades económicas y sociales en la actual coyuntura².

Por otra parte, al establecer un estricto binarismo de género, clasificando el sexo y género en dos formas opuestas que se identifican rígidamente con lo masculino y lo femenino, al construir una identidad femenina rígida, queda poco campo para las ambigüedades. Así en amplios sectores del feminismo se ve con sospecha y desconfianza al movimiento LGTBI y en concreto al transgénero y no se comprende que se adopte una identidad débil o mutable, ni se entiende el deseo de tránsito de género.

Consecuencias

Basándose en esta concepción del género y en esta identidad femenina fuerte, esta versión del feminismo se ha hecho doctrinaria y dogmática en determinados sectores del movimiento. Es un feminismo que decide cuáles son los intereses de la mujer, establece la ética feminista, fija la sexualidad feminista normativa y, finalmente, sentencia quién o qué es feminista o no lo es. Son algunas feministas las que establecen en qué consiste ser feminista y quiénes traicionan los ideales feministas. Promueven una ética que no admite discrepancias y las disidentes son rechazadas por engañadas o vulneradoras de esos principios éticos. Así, las mujeres que defienden los derechos de las prostitutas, y qué decir de las propias prostitutas, están violando los sagrados principios del feminismo.

Esta identidad feminista fija principalmente en el cuerpo sexuado la identidad o la imagen femenina. La protección de la mujer es, sobre todo, la protección de su cuerpo. Por ello se entiende que toda intervención ajena es un atentado a la dignidad e integridad de la mujer. En donde más claramente se manifiesta la pretendida protección de la dignidad de la mujer es en el rechazo a la representación de las mujeres desnudas o con actitudes “provocadoras”, ya sea con fines estéticos, eróticos o publicitarios, y se desconfía de las mujeres que voluntariamente, por las razones que sean (publicitarias, crematísticas…), exponen su cuerpo, olvidando que la dignidad está íntimamente ligada al respeto a su autonomía y a sus decisiones. En los primeros tiempos del feminismo unitario predominaba el entusiasmo por la liberación sexual, el abandono del puritanismo y del pudor a que la educación religiosa y retrógrada del franquismo nos había constreñido; sin embargo, la influencia del feminismo cultural estadounidense pronto se dejó sentir. No se comprende que las mujeres puedan sentirse orgullosas o cómodas con mostrar su cuerpo y su sexualidad, porque consideran que se están exponiendo a los deseos eróticos o sexuales incontrolados de los hombres. Esta idea está explícitamente argumentada en la condena a la pornografía, que lejos de ser considerada como una forma lícita de obtener placer, tanto para hombres como para mujeres, se ve como una incitación a la violación, y sin embargo, la pornografía responde en realidad a las fantasías sexuales, al deseo y no al orden de la realidad y del acto.

El análisis, la censura, la crítica y el castigo


“Se ha creado la impresión de un ambiente de agresividad masculina generalizada y de un peligro constante para las mujeres”, afirma la autora.

La discriminación, la desigualdad y, a veces, el sometimiento de las mujeres siguen formando parte de nuestra vida social y personal. Ante esta situación, el feminismo denuncia y se moviliza, como hemos visto en los últimos tiempos. Pero, además, algunos sectores mantienen ciertas actitudes que parecen más dudosas, como es el abuso al recurso de la denuncia judicial y de la censura. Es importante para combatir el machismo que las agresiones (malos tratos, violaciones, abusos sexuales…) se denuncien ante los tribunales y ante la opinión pública, aunque no me parecen defendibles las denuncias anónimas contra personas concretas en las redes sociales. Bien es cierto que los tribunales de justicia pueden ser poco o nada sensibles a las exigencias de las mujeres y también que el Código Penal puede ser claramente mejorable en su tratamiento de las agresiones sexuales, como ha puesto de manifiesto la reciente sentencia de “la manada”, pero ello no impide que sigamos denunciando y exigiendo sentencias justas y reformas legales pertinentes.

Sin embargo, al recurrir a los tribunales, se plantean problemas que es preciso tener en cuenta y que muestran las causas por las que muchas mujeres son reacias a denunciar los malos tratos; tampoco se pueden minimizar los problemas que las denuncias por violación o acoso sexual suponen para algunas mujeres, que prefieren no pasar por el calvario de un juicio o una exposición pública de su agresión, máxime con el comportamiento que últimamente han tenido los medios de comunicación, aireando todo tipo de comentarios, juicios y opiniones sobre las vidas privadas.

Otra cuestión a tener en cuenta es que, por muy indignante que resulte una agresión machista y aunque se denuncie, no es posible abstraerse del derecho a la presunción de inocencia del acusado y su derecho a la defensa efectiva y a no reconocer su culpabilidad ante los tribunales. El movimiento feminista hace la denuncia y exige justicia, pero no juzga ni dicta la sentencia, aunque se reserve el derecho de criticar sentencias y tribunales y de movilizarse como protesta.

En la última campaña de ámbito internacional contra el acoso sexual bajo la etiqueta #MeToo, que ha alcanzado un inusitado protagonismo, y las polémicas suscitadas, se consiguió hacer relevante ante la opinión pública un verdadero problema que genera sufrimiento a muchas mujeres. Pero en la campaña hay algunos aspectos sobre los que conviene reflexionar. Se ha tendido a mezclar conductas gravemente criminales, como las agresiones ejercidas haciendo gala de violencia, intimidación o poder, con otras conductas que, si bien pueden ser rechazables, no presentan la misma gravedad: acosos de menor intensidad, muchas veces ejercido por amigos o compañeros de trabajo, como puede ser un tocamiento o un beso no deseados, una invitación insistente, ciertas miradas “lascivas”, los chistes verdes e inclusos requiebros y piropos que pueden molestar u ofender a algunas mujeres, mientras que a otras les resulta indiferente. Hay conductas que constituyen delitos y que siempre o casi siempre se deben denunciar, pero hay otros comportamientos a los que las mujeres pueden y deben responder con su protesta y su rechazo; esta es la mejor manera de hacer ver a los acosadores el derecho de las mujeres a su libertad sexual y a su autonomía. También es importante la actividad educativa en los centros de trabajo o de estudio que se pueden activar desde los planes de igualdad, por ejemplo.

El problema es que al aparecer todos estos comportamientos, más o menos agresivos, ante la opinión pública y con insistente publicidad, se creó la impresión de un ambiente de agresividad masculina generalizada y de un peligro constante para las mujeres; es decir, se dio lugar a lo que podemos considerar un “pánico moral”. Los pánicos morales tienen como base, habitualmente, algún hecho o varios hechos reales que tienden a generalizarse y a convertirse en “pánicos”³. Aunque no exclusivamente relacionados con la sexualidad, hemos tenido ejemplos que se aproximan a crear una situación de alerta generalizada. Hace unos años fue el bullying o acoso escolar: parecía que los centros escolares se estaban convirtiendo en centros de tortura. El maltrato en la pareja es otro ejemplo; sin querer minimizar su importancia, el foco se pone en los asesinatos, y parece que todas las mujeres corremos serio peligro de acabar nuestros días bajo “el hacha del verdugo”. Frases del movimiento feminista, como “nos están matando” o “España no es un país para mujeres” son indicativas de este estado de ánimo. Al mismo tiempo, se difunden datos de encuestas que arrojan una situación de violencia muy extendida entre la población, especialmente la juvenil, entre otras razones porque las encuestas no establecen claramente una diferencia entre el maltrato con el no tratarse siempre bien; sin embargo, algunas investigadoras sostienen que, si bien en la adolescencia y juventud perviven comportamientos violentos, ningún estudio demuestra que la juventud sea más violenta que el resto de la población o que lo sea más que en el pasado. Ahora puede ocurrir lo mismo con el acoso sexual.

Los delitos de odio

Nos encontramos, a veces, con la expresión de ideas y comportamientos que no implican violencia o coacción física, sino verbal, figurativa, plástica, musical…, que no suponen acoso sexual o que no incitan abiertamente a la violencia, aunque puedan hacerlo de manera indirecta. Con frecuencia, estas expresiones tienen un contenido racista, antisemita, homofóbico o misógino. La gravedad de estos ataques ha llevado al legislador a introducir en el Código Penal la tipificación de los “delitos de odio” (art. 515.4º). Este nuevo artículo ha recibido numerosas críticas desde ámbitos jurídicos y democráticos porque su redacción es sumamente ambigua y general y permite la tipificación como delito de aquellas críticas o descalificaciones dirigidas contra quienes no nos gustan, desaprobamos o incluso hasta odiamos, ¿pero acaso es delito odiar? El Código Penal es un instrumento que solo en última instancia se debe utilizar, y sin embargo, los poderes públicos recurren a los tribunales cada vez con más frecuencia para abordar los problemas sociales y políticos, haciendo dejadez de su responsabilidad como dirigentes democráticamente elegidos. No parece oportuno que el feminismo y el movimiento LGTBI invoquen este artículo del CP sobre delitos de odio; su denuncia debe centrarse, como han hecho siempre, en la crítica y en la movilización social.

Otras veces, sin que se presente denuncia judicial, se alzan voces desde el feminismo y desde los Institutos de la mujer que piden a la Administración que prohíba, retire o censure determinadas manifestaciones, lemas, artículos o carteles que son discriminatorios o que denigran verbal o visualmente a determinados colectivos o que lesionan el principio de igualdad. En estos casos debería predominar la libertad de expresión y no la prohibición o censura; en cambio, se debe ejercer con firmeza el derecho a la crítica ante cualquier ataque a la dignidad e igualdad de las personas. Por otra parte, el sentido denigratorio de algunas de estas expresiones es discutible o, en todo caso, opinable, como las representaciones o referencias al cuerpo femenino o a su sexualidad, cosa que ocurre con frecuencia en el ámbito de la publicidad.

Los estereotipos. El arte, la literatura

En el movimiento feminista se han combatido los estereotipos que han moldeado en parte nuestra cultura; es decir, los papeles, características y rasgos que se atribuyen a la masculinidad y a la feminidad y que, en gran parte, contribuyen a mantener la situación de desigualdad y la heterosexualidad como norma. Es importante desvelar y tratar de superar la influencia de estos estereotipos tal como se dan en la vida real, en la relación entre las personas, en las relaciones sociales, en las costumbres, en la educación, etc.

Blanco de las críticas feministas suelen ser a algunos aspectos de la cultura popular y tradicional: canciones, chistes, monólogos, refranes… Sin embargo estas manifestaciones son actos culturales que pueden analizarse, si es el caso, en su contexto histórico y social, pero respetando y, ¿por qué no?, disfrutando o divirtiéndose con su expresión.

Más grave parece la creciente tendencia a la crítica y a la censura de determinadas obras de arte o de literatura que no se ajustan a lo políticamente correcto, especialmente en el ámbito de lo sexual (aunque no solo). Se han censurado y prohibido en exposiciones y museos obras de reconocidos artistas, como fotografías de Mapplethorpe o cuadros del pintor austriaco del siglo XIX, Egon Schiele, y se han criticado como perniciosas y ofensivas novelas como Lolita, de Vladimir Nobokov o Memoria de mis putas tristes, de García Márquez. Si seguimos en esta dinámica acabaremos tapando los genitales de nuestras esculturas, como en el Museo Vaticano, o retirando de su exposición obras como El rapto de las sabinas (¿incita a la violación?) y, en justa reciprocidad, las obras de Caravaggio, Judith y Holofernes (Judith seduce a Holofernes para poder cortarle la cabeza) o Salomé y la cabeza del Bautista… Es cuanto a la literatura, pocas obras maestras se salvarían, y podría quizá empezarse por prohibir una de las más grandiosas obras teatrales, la Medea de Eurípides, porque ¡ay¡ Medea mata a sus hijos para vengarse de su amante.

Lo mismo que al hablar de la pornografía y de las fantasías sexuales distinguíamos entre lo vivido y lo soñado o imaginado, en el caso del arte y de la literatura hemos de tener en cuenta que se dirigen a nuestras emociones, a nuestra capacidad de percibir la belleza, el dolor y el horror, la bondad y la maldad y también a nuestra razón. Pero no son obras didácticas, no nos muestran cómo debe ser la vida, sino cómo el artista percibe en un momento dado las emociones, la pasión, el sentimiento o la razón, y los lectores lo perciben como les parece en el momento de su contemplación o su lectura. Se espera que las personas adultas hayan desarrollado suficiente criterio para comprender, disfrutar o rechazar lo que se les ofrece.

Notas al pie:

En El feminismo que no llegó al poder (Talasa 2009) intenté destacar las principales polémicas planteadas a lo largo de casi treinta años, tomando partido en ellas desde mi punto de vista y el del colectivo feminista al que me sentía vinculada.

Es preciso constatar que el movimiento feminista también se muestra solidario y participa en la defensa de otras causas, como la de los pensionistas, lo inmigrantes o los refugiados, por poner algunos ejemplos.

Jeffrey Weeks denomina “pánico moral” a aquellos momentos sociales en los que la sexualidad se convierte en un terreno propicio para canalizar diversas ansiedades y temores sociales más amplios.

Por: Paloma Uría Ríos / pikaramagazine.com

Last modified: 25/07/2018

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